lunes, 27 de septiembre de 2010

Cambiar el mundo, salvar el culo

Mi primera huelga, a los pocos meses de ingresar en la Universidad, me dejó huella. Y eso que he olvidado el motivo concreto, relacionado con la reforma de las carreras de Letras. Un día de invierno, a principios de 1987, los delegados propusieron parar, se aprobó a mano alzada y pasaron días, una semana, un mes, dos meses, tres meses… de tardes sin clases, de asambleas inacabables y disputados recuentos de manos alzadas, de sesudos análisis socioeconómicoideológicoeducativos, de órdenes del día y cuestiones de orden, de alguna manifestación callejera, de temprano entusiasmo y posterior aburrimiento, de absoluto desconcierto.

El paro concluyó cuando, allá por abril, comenzó a correrse la voz de que íbamos a perder el curso. Los alumnos de quinto, pendientes ya de su futuro laboral, consiguieron someter a votación –“la asamblea es soberana”- la continuidad de la “inmovilización”. Y triunfó el “no”. Éramos jóvenes, estudiantes, todos de Letras, muchos de izquierdas. Aunque había llegado mayo, París quedaba lejos. Volvimos a la biblioteca. Salvamos el curso.

No sé ahora, entonces en la facultad se respiraba una propensión a la huelga que sólo iba disipándose al final de la carrera. En segundo o en tercero, estuvimos a punto de desertar temporalmente porque no había calefacción en el aula. Recuerdo los pasillos espectrales del 14-D y, cómo ya en quinto, primavera del 91, no quisimos saber nada de un paro estudiantil para protestar contra el inicio de la Primera Guerra del Golfo. Estados Unidos, al frente de una coalición internacional que incluía a España, atacó a Irak como respuesta a su invasión previa de Kuwait. Entre tantos tanques y frente a semejantes tormentas de arena, ¿íbamos nosotros a cambiar el mundo?

A la Universidad, además de un impagable grupo de amigos, debo mi primer contacto con el mundo real. Yo procedía de un buen colegio privado, al que sigo agradecido, y de su microcosmos. Pero en Filosofía y Letras, conocí, pasé apuntes, trabé amistad con compañeros que de repente desaparecían porque habían entrado en alguna fábrica, iniciaban una sustitución en una oficina o marchaban a una campaña agrícola. Mataban por un aprobado, y sin embargo sacar nota era para ellos un lujo prescindible. Continúo admirando su mérito.

Han pasado veinte años y en España, con todos los respetos, hay cada vez menos obreros y más trabajadores, más mezcla de clases y menos lucha. No hace tanto, nos soñábamos acomodados, progresistas, protegidos y con vacaciones en el Caribe. Ahora tenemos miedo de quedar a la intemperie. Las movilizaciones sindicales, que tantos derechos conquistaron desde el siglo XIX, no nos ayudan a entender un futuro que se anuncia complejo e individualista.

La España democrática ha entrado en la crisis de los cuarenta. Adiós al idealismo. Desde Europa, al optimista Zapatero le rompieron los sueños, le hicieron ver las amenazas, le trazaron las reformas. No pudo negarse. Los sindicatos también se han topado, demasiado tarde, con la realidad. Ahora necesitan plantarse para sobrevivir. No se movilizaron cuando el paro se multiplicaba, no ayudaron a cambiar el mundo, ahora se juegan el culo. Como todos los trabajadores, por desgracia.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Ligeros de equipaje



No soporto las bolsas de plástico en el coche. Suelen aparecer de forma traicionera y tardía, envueltas en una sonrisa familiar, cuando creo que ya he acomodado todos los bultos. Entonces me enojo, resoplo, maldigo mi suerte. Pero acabo tirándolas a los pies del copiloto. Y pago mi debilidad. Durante el trayecto, seguro, se juntan, se retuercen, se reproducen. A la hora de descargar ya se han multiplicado, están llenas de cachivaches, incluso hay algunas rotas. ¿De dónde salieron? Quizá sea una neura de la edad o un trauma infantil, qué importa. Nunca daré marcha atrás. El equipaje cabe en la correspondiente maleta o es prescindible. Cuestión de principios, cuestión de espacio, cuestión de tiempo.

Cinco veces, cinco, he cargado hasta los topes el vehículo familiar durante las cinco semanas, cinco, del verano que ha concluido. Además de maletas varias, mochilas playeras, cuna de viaje y silla infantil de paseo, en el viaje de regreso transportábamos hacia Madrid un par de balones, cubo y pala, una caña de pescar (gentileza de Marta), un piano de juguete (qué detalle, María Luisa) y hasta un paisaje de Sicilia (herencia de Alfonso). Con pericia y picardía pudimos olvidar en el pueblo dos churros de piscina (gracias, Lola). Pero lo conseguí: ni una puñetera bolsita.

Cada familia tiene sus propios demonios. Y el de los Saiz de Apellániz es el equipaje. Siempre fuimos de coche pequeño: 127, Ritmo, Seat Ibiza. Y nosotros crecíamos (poco). Mi padre bufaba, cigarrillo en la boca, cuando nos veía aparecer con nuestras maletas para pasar agosto en Fuentecén. Llevábamos hasta el radiocasette. “Parecemos el circo Price”, decía. Pero, de milagro o por experiencia, tras la frase mágica fabricaba huecos, apilaba bultos y con el gesto todavía torcido y las ruedas delanteras a dos palmos del suelo, ponía rumbo al pueblo.

Su espíritu prudente, hay que reconocerlo, tampoco facilitaba las cosas. Porque el maletero vacío ya contenía de serie un paraguas, toalla y bañador, botas chirucas, la reglamentaria manta de cuadros, un puñado de mapas anticuados y hasta el capote y la muleta. Elementos suficientes para deslumbrar a los amigos en las noches de fiesta. Pero nada más. Porque nunca nos sorprendió una vaquilla merendando a la orilla del río. Una pena, estábamos preparados. De sobra.

“Que no falte de nada” ha sido nuestra consigna viajera. La maleta de mi hermana fue bautizada como “el hipopótamo” debido a sus desmesuradas dimensiones. Mi bolsa alargada de tenis era “el chorizo”; yo solía cargarla sobre el hombro derecho, como un caracol asimétrico. Todavía hoy, mi hermano viaja en ocasiones a lomos de una enorme mochila. Cualquier día, en un ataque de debilidad o de modernidad, se convertirá a la rueda.

Con el carnet de padre dan el de porteador. Y el de acomodador, y el de aparcacoches, y muchos más. Lo asumo con resignación. Fiel a los genes, intento transmitir el legado a mis hijos: ni un chisme de más, por favor. Luego, al enésimo intento, cierro por fin el maletero y conduzco orgulloso de mi triunfo, concentrado en la carretera, convencido de que mi obsesión geométrica les será útil en el futuro. Hasta que la líquida y escurridiza realidad me desborda. “Papá, quiero vomitar, ¿tienes una bolsa?... ”