viernes, 26 de noviembre de 2010

La burbuja de Duscher

Aldo Duscher es un centrocampista veterano, un jugador de equipo. Tras haber pasado en la última década por el Depor, el Racing de Santander y el Sevilla, el argentino se incorporó en agosto con la carta de libertad –es decir, sin coste aparte de su sueldo- al Espanyol de Barcelona. Su cromo, sin embargo, es de los más cotizados en la colección Panini de la Liga. Figura en el apartado de “Últimos fichajes” y hace dos semanas se pedían por él 3 euros en un mercadillo de Valladolid. Los futbolistas fáciles de encontrar, incluso los campeones de nuestra selección, se valoran en el Rastro igual que en los sobres: a 10 céntimos.

Ignoro por qué la editorial eligió a Duscher y a algún otro pelotero de media cualificación para convertirlos en estrellas del mercado secundario; prometo enterarme. Pero, como reza la ortodoxia del libre cambio, el alza en su precio se debe a la aparente escasez. Según la leyenda de los vendedores callejeros, rarísima vez salen en los sobres (60 céntimos por 6 cromos). Panini, no obstante, guarda un as en la manga. Los sirve, en un pedido máximo de 40 unidades distintas, al precio de 0,15 céntimos y con una tardanza de unos quince días. Así son las reglas del juego.

La colección de la Liga, que hacen mis hijos –aclaro: yo sólo superviso- , supone un examen de larga duración para la paciencia paterna. El álbum llega a casa regalado con un periódico a mediados de agosto y, debido a los movimientos entre los equipos, los últimos cromos no se imprimen antes de finales de octubre. Al menos pasamos tres meses entre sobres, repes, bajas, “colocas” y fichajes. Aunque hay un truco para acortar los plazos: el mercadillo.

Tres veces he acudido este otoño con mis hijos a la Plaza de Quintana, en Madrid. Lo hicimos, en primer lugar, para cambiar con otros niños. Y conseguimos un buen puñado de jugadores, 20 ó 30. Luego, por simple avaricia o espíritu práctico, les ofrecí gastar su paga semanal de 1 euro (no más chuches, por favor) comprando en los tenderetes más cromos de a 10 céntimos. Me negué a adquirir los caros aludiendo a dos principios ¿complementarios?, ¿quizá contradictorios?: “no todo se consigue con dinero” y “tranquilos, puedo lograrlo más barato”. En todo caso, invertimos sobre seguro y no incrementamos el enojoso montón de los repetidos.

La última ocasión, hace casi un mes, teníamos un objetivo ambicioso: quedarnos a falta de 40 o menos unidades (obviamente, las difíciles) para pedirlas a la editorial y acabar con este engorroso asunto. En la plaza ya había pocos niños y un doceañero, avezado aprendiz de negociante, ofrecía por los corrillos sus servicios de mediación para adquirir algunos “fichajes” y “colocas” a cantidades asequibles. Los padres, lo presiento, andábamos ya entre aburridos y desesperados. Un progenitor con dos churumbeles menores de 4 años despreció nuestros generosos ofrecimientos de intercambio desinteresado e insistió en pagarnos 15 repetidos que no tenía. Contra todos los principios, mis hijos y yo nos encontramos con 1,5 euros en la mano que rápidamente gastamos en un tenderete.

Entre trueques y compras, regresamos a casa satisfechos por el éxito de nuestra estrategia. Editorial Panini hará el resto (a 0,15, como digo, por cada jugador más gastos de envío). Pero desde entonces me asaltan inquietantes tentaciones. ¿Y si esas decenas de cromos repetidos que andan tirados por casa realmente valen un puñado de euros? ¿Y si los ofrezco a 5 céntimos, hundiré el mercado callejero? ¿Y si hago varios pedidos, con nombres distintos, de unidades difíciles para venderlas luego a 1 euro, qué beneficio puedo obtener? ¿Y si me endeudo, avalado por el valor de mi cartera de “fichajes” y “colocas”, para hacer crecer el negocio? Esta semana Irlanda se ha convertido en el segundo país europeo que, tras años de burbuja, necesita un rescate. Los mercados acosan a España y, lo que es más angustioso, nosotros no hemos recibido aún la ansiada estampita del esforzado Duscher.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Palabras huecas, elocuentes silencios

Nueve días han pasado desde que Marruecos desmanteló por la fuerza el campamento de Agdaym Izik, en las cercanías de El Aiún. Y ni los enfrentamientos, ni los saqueos, ni siquiera las denuncias e intoxicaciones han conseguido acallar el espectral silencio que sepulta la causa saharaui. En medio de una inactividad culposa, apenas se han escuchado en la comunidad internacional palabras equívocas de rechazo genérico a la violencia. Un lamento a media voz, esgrimido desde Madrid hasta Washington, que elude cuidadosamente cualquier condena a Marruecos. Y una realidad evidente: a nadie le interesa otro Estado fallido en el Norte de África.

Este silencio internacional se ha construido sobre una falacia. “Tenemos que conocer los hechos y no las opiniones”, reitera un día tras otro nuestra ministra de Asuntos Exteriores. Desde el desalojo no ha logrado que, precisamente con ese fin, Rabat
haya admitido la presencia en el Sáhara de periodistas españoles. Peor aún, en este tiempo las únicas palabras meridianamente claras han sido los ataques y acusaciones de tergiversación formuladas por los mandatarios marroquíes contra la Prensa de nuestro país. Una visión que Trinidad Jiménez, según repite sin alzar la voz, no comparte. Gracias por la confianza.

Explicaciones vacías también las de Alfredo Pérez Rubalcaba, asegurando que Rabat ofrecerá todos los datos necesarios acerca de la sospechosa muerte en los enfrentamientos de un ciudadano español. Faltaría más. Tras entrevistarse con el ministro marroquí del Interior, el vicepresidente ha aventurado que un reducido grupo de informadores podría ser pronto admitido en visita colectiva y guiada al Sáhara. A buenas horas. Después de la reunión, ambos han comparecido por separado. Discrepar de Cherkaoui en público podía significar, sin duda, un momento incómodo; coincidir con él, un riesgo inasumible.

Sorprendido por la tormenta en el desierto, cercado entre el desencanto de la izquierda y las aceradas críticas de la oposición, el Gobierno se mantiene de perfil, señalando los valiosos intereses que justifican unas relaciones bilaterales sin sobresaltos. Una opción nada ética, poco estética, aparentemente práctica, pero que no incluye ninguna garantía de reciprocidad, como prueba la constante invocación por Marruecos de la soberanía de Ceuta y Melilla.

¿Y los derechos humanos? ¿Y el futuro estatus de la antigua colonia española? ¿Dónde quedan? ¿A quién le importan? Si el ejecutivo de Zapatero no ha sido capaz de respaldar con firmeza a los periodistas españoles, de haber obtenido ya datos concluyentes sobre la muerte de uno de sus ciudadanos, resulta improbable que preste atención a la suerte de los saharauis, olvidados desde hace 35 años. Mohamed VI, confiado en los silencios ajenos, se ha pronunciado. Muchos, también en Madrid, sin dejar de hablar, callan.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Todo por la pasta

Noviembre. Puente de Todos los Santos. Tiempo de cementerios. Y de renteros. Mi abuelo Alejandro fue, veinticuatro horas cada día, médico de pueblo. Mi abuela Pilar, doña Pi, terrateniente, según la broma familiar. Había arrendado algunas parcelas heredadas en la provincia de Segovia y, todos los años, cuando ya se había recogido la cosecha, pasaba a cobrar la renta. Fui con ella muchas veces, primero como acompañante, después como chofer, las últimas incluso con derecho a opinar.

En la carrera de Geografía e Historia había estudiado el reparto desigual de la tierra, el éxodo rural y hasta las expropiaciones forzosas de la Segunda República. Pero, al mismo tiempo, me veía ejerciendo –por 5.000 pesetas- de incómodo aprendiz de recaudador. Los reparos disminuyeron al conocer la reducida cuantía de la renta y desaparecieron el día que, trabajando como becario en la redacción de Deportes de Canal Plus, comprobé que nuestros arrendatarios estaban abonados a esa misma cadena de pago que yo era incapaz de costear para mi piso compartido en Madrid.

El estilo castellano imprimía un desarrollo austero y ritual a la visita. Comenzaba con el repaso por ambas partes de los acontecimientos familiares, con mención especial a las desgracias y los testimonios sentidos, sinceros, de condolencia (“cuánto le echamos de menos…)”. Tras degustar una pasta empiñonada cortésmente ofrecida por los renteros, la obligada pegunta por las nuevas generaciones concluía con una breve reflexión: “cómo pasa el tiempo”. En total, unos quince minutos de existencialismo y algún nudo en la garganta, casi siempre por el tentempié.

Pausa. Vaso de agua y silencio espeso. Hasta que la palabra convenida daba paso al capítulo económico. “Bueno…”. Los escarceos iniciales concluían en tablas. “¿La concentración parcelaria…?” “Va muy despacio”. “No os quejaréis de la cosecha de este año…” Los agricultores recordaban que el aumento del volumen había venido acompañado de la contención de precios. Doña Pi replicaba aludiendo a los carísimos alimentos del supermercado. “Pues a nosotros solo nos lo pagan a… “. Luego, todos a una, también yo –que una vez recogí patatas para pagarme una fiesta-, echábamos la culpa a los intermediarios, esos aprovechados. Quince segundos de alto el fuego.

Nuevo silencio, carraspeo empiñonado, tensión dramática. “Entonces, ¿qué…?” Amagos de esgrima. “Usted dirá…”. “No, di tú cuánto…” Fijación de posiciones. Y al ataque. “Yo creo que este año… ” “Pero es mucho…” “El año pasado no subimos y prometisteis que…” “Si en casa no tengo más que…” “Anda, que siempre decís lo mismo…”. Y así, peseta a peseta, euro a euro a partir del 2000, hasta llegar en cinco minutos a una cantidad aceptable para todos que era satisfecha a tocateja e inmediatamente guardada en el bolso mi abuela. Sonrisas forzadas, firma de recibo, fin de la batalla sin muertos ni heridos graves. Tregua hasta el año siguiente. “¿Quieren otra pasta?”. “No, gracias, pero otro vaso de agua…” (todavía con restos entre los dientes). “¿Mejor una copita de anís?” Mi abuela respondía rápida por mí. “No, que es el chofer”. La mirada escrutadora de los demás, tratándome como a un niño problema. “Anda, pide a Doña Pilar que te suba la propina…”

Hubo una época en que los descendientes treintañeros contemplábamos divertidos, sin inmiscuirnos, el tira y afloja entre las respectivas cabezas de familia. Ellas se conocían de décadas, dominaban los códigos de la negociación. Varias veces sugerí facilitar el procedimiento aplicando el IPC y pagando mediante transferencia. Nada que hacer, ni una concesión a la modernidad. Las mayores preferían su anual cara a cara.

Un año, la arrendataria insistió en enseñarnos el caballo que estaba criando su marido. El potro nos recibió brincando, resoplando y en evidente estado de erección. “Pues si que está hermoso, sí”, apuntó mi abuela sin descomponer el gesto mientras yo trataba de ahogar una risotada. En otra ocasión, nos obsequiaron con un conejo. Me lo entregaron vivo, atado por las patas, sin libro de instrucciones. “Luego lo matas en casa, ¿sabes cómo se hace?... ” Doña Pi, que dominaba la técnica del cate en la nuca, guardó silencio. Y yo debí esbozar una sonrisa de indisimulable estupidez, porque en cinco minutos trajeron al animal desolladito. “Como no te veía con muchas ganas…” Casi siempre la renta se completaba con un saco de patatas que cargábamos esforzadamente en el maletero. “No sé cómo lo voy a bajar cuando lleguemos a casa…”, comenté una vez antes de la despedida. Les debí parecer enclenque. “¿Quieres otra pasta?, ” Dudé, quizá el empiñonado tuviera superpoderes. Tragué saliva. “No, de verdad, gracias…” . Señoritos de ciudad….