viernes, 9 de noviembre de 2012

Cap. IX: El desahucio nacional

Solemne se alzaba Mariano, erguido y resignado, solo frente a la inmensidad, sus cálculos presupuestarios a cientos de kilómetros de la desabrida cotidianidad de tantos españolitos ingratos y regocijados en la protesta. Se quitó las gafas, cerró los ojos, evitó mirar de nuevo a Elvira, se encomendó a la mismísima Merkel y despegó el pie derecho para iniciar, con gravedad digna del cargo, el rescate que habría de lanzarle a la gloria económica o al abismo político en aras del siempre desagradecido bien común. Al fin dominado el miedo, con la presión sanguínea multiplicándose en las sienes, comenzaba a intuir el vértigo cuando, justo antes de saltar, un abrazo inesperado le condujo de un empujón al interior de la cabina. ‘Hombre, Alfredo, qué haces aquí’ ‘Ese el problema, no sé qué hacer, si dar un paso adelante o hacia atrás’.

Alfredo Pérez, el ministro antes conocido como Rubalcaba,  avezado esgrimista de lengua afilada y oreja omnipresente, no imponía demasiado respeto ataviado de superhéroe. Los pantalones le quedaban largos, la camiseta le hacía arrugas y la capa, después de algunos lavados y zurcidos, ya no era rojo socialista ni del blanco de los limpios ideales, sino más bien de un tono entre rosa y grisáceo que hacía aguas y revelaba la prestancia perdida de tiempos pasados. ‘¿Y ese traje?’, preguntó, malintencionado, el presidente. ‘Elástico y federal, se estira pero no se rompe,  y cada uno lo define a su manera’ repuso, fajándose, el líder opositor. ‘Aaaaah’.

Los dos sentados, con los pies colgando, componían una estampa tan entrañable que Elvira y Superlópez prefirieron no entrometerse. Alfredo y Mariano se entretuvieron un rato describendo nubes mientras añoraban aquellos días abnegados en que igual apagaban fuegos que contenían mareas negras en improvisadas ruedas de prensa. Aquellas madrugadas en las que detenían etarras, aquellas mañanas de trajes grises y envaradas  recepciones, las malintencionadas anécdotas de los corrillos. Aquellas tardes otoñales en el Congreso, calentitos y a resguardo de la lluvia, al mando de las muy cualificadas unidades especiales de la fontanería que regateaban cargos, repartían puestos, soportaban previsibles disgustos y prometían vengar puñaladas indoloras.

Qué lejos aquellos días, qué cerca iba percibiéndose España a medida que la cápsula avanzaba en su descenso. Una piel de toro remendada a costurones que amenazaban con deshilacharse por la falta de mantenimiento y la inexorable fatiga de los materiales. Un enorme crucigrama donde las palabras ‘Estado’, ‘nación’, ‘soberanía’ se amalgamaban con las cifras del despilfarro para traducirse en ‘reivindicación’, rara vez en ‘convivencia’. Una hucha hueca que habían vaciado de capital público las irresponsabilidades privadas de consejeros y asesores que ni entonces sabían de cuentas ni ahora querían saber de saqueos. Un aeropuerto sin aviones pero atestado de jóvenes con la única aspiración de escapar, esperemos que nunca en patera, del desahucio de sus esperanzas. 

Cuando la nave aterrizó en Cibeles, el hedor a alcantarilla se había adueñado de Madrid. La podredumbre parecía haberse extendido por una capital antaño festiva, ahora teñida de tristeza. Cuatro chicas muertas, aplastadas bajo la codicia de piratas nocturnos y la pasividad de las autoridades, retratados todos en un retablo de corruptos e incompetentes. Mariano y Alfredo bajaron al suelo, aceleraron  el paso para refugiarse de algunos improperios de bienvenida. El malestar ciudadano arraigaba sobre las aceras, acampaba bajo los puentes y desafiaba a los partidos y a las instituciones. España. Paraíso ‘low cost’, democracia en descrédito, ilusiones dilapidadas. En la calle del Desencanto, semiesquina con Mediocridad, los líderes en tiempos revueltos se confesaron su mutua comprensión. ‘¿Quieres ser mi amigo en Facebook?’ ‘¿Me seguirás en Twitter?’ Se alejaron deprisa, rodeados de asistentes, sin levantar la vista del teléfono. Brotada entre la crisis, cultivada por la parálisis, la indignación había desplazado al cansancio y estallaba por las calles. La estratosfera era, sin duda, un lugar más seguro.    


Capítulos anteriores

Capítulo I: Gente pa tó
Capítulo II: El superhéroe de la podadera
Capítulo III: El hombre invisible no tiene bolsillos
Capítulo IV: La fiambrera de las palabras resecas
Capítulo V: "Yo no soy un chisgarabís"
Capítulo VI: Erre que erre
Capítulo VII: Ma_iano quie_e se_ no_mal
Capítulo VIII: Reñido con la realidad




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