martes, 17 de diciembre de 2013

Españoles, catalanes y ensimismados

Me nacieron en Valladolid, y aunque suelo reivindicar tan histórica cuna, reconozco que mis méritos personales, más allá de abandonar en el momento adecuado el útero materno,  son bastante limitados. Me siento castellano; ni viejo, ni nuevo, castellano a secas, originario de una comunidad  creada de forma artificial para redondear  el mapa autonómico porque ya se estaba agotando el café para todos.  ¿Austero? Probablemente ¿Enjuto? Cada vez menos. ¿Serio? A ratos…  Más español que orgulloso de serlo, dadas las circunstancias. Exultante en las victorias deportivas, pero especialmente por el valor del esfuerzo. Abochornado por la corrupción y el despilfarro de recursos públicos. Muy avergonzado de que,  siete décadas después de la posguerra, haya personas rebuscando en los contenedores de esta esquina de Europa que otras veces ha admirado y fascinado a tantos extranjeros. 

Lo diré sin rodeos: el nacionalismo, incluido el español, me importa poco y en algunas ocasiones hasta consigue aburrirme. Creo  en las personas  más allá de los prejuicios, doy importancia sólo relativa a himnos y banderas,  pero detesto la falta de respeto hacia los símbolos ajenos.  Me parece perfecto que haya ciudadanos íntegros e ilustrados  –no creo que sean necesariamente estúpidos o intrínsecamente malintencionados-  que se sientan más catalanes, gallegos o vascos que españoles. Que se sientan como quieran, no hay problema en eso…  Tengo amigos entre ellos y  lo seguirán siendo, más allá de su pasaporte.  Pero discrepo de que los colores de su corazón les otorguen  el derecho a construirse un mundo a medida.  Puestos a presumir de sueños, a edificar sobre el idealismo, prefiero un planeta sin fronteras.  Resultaría, sin duda, más justo.