Cuando uno
teclea (al descuido, como sin querer) algorismo
en Google, el gran sabelotodo le devuelve 18.100 resultados en 0’36 segundos y
una enmienda a la totalidad: “quizá quisiste decir algoritmo”. Así actúa el
oráculo de estos tiempos: te trata de tú y resulta en apariencia tolerante pero
sutilmente coercitivo. Si, como asegura la RAE, el algoritmo es “un conjunto
ordenado y finito de operaciones que permite encontrar una solución a cualquier
problema”, su hermano absolutista, el algorismo,
preconiza que sólo él puede hallar la mejor solución a todos los problemas.
Amén.
El Credo Supremo
se predica de forma imparable por las pantallas. Puede utilizarse para asignar pareja, para elegir al mejor jugador de un partido siempre que no sea Iniesta o
para predecir, aunque sea a posteriori, un atentado terrorista. En su vertiente
más amable, nos abduce y nos seduce con la dulce tiranía de ofrecernos lo- que- en- verdad- nos- interesa. Y
eso acojona.
El algorismo es por definición
cuantitativo. Como las religiones a las que va sustituyendo, identifica la
reiteración con el éxito y tiende a ocultar, por disolvente, cualquier pensamiento
cítrico. En estos días descreídos, a
veces sospecho -ya comprenderán- que la Creación descansa sobre un incomprensible
algoritmo divino. Porque el auténtico mérito no consiste en subir a la nube el
Universo y sus criaturas en siete días; el poderío reside en desentenderse de
todo hasta la eternidad, abriendo un desierto a la duda. ¿Se trata de un ataque
de pereza, de una secuencia interrumpida o nos hallamos más bien en el
penúltimo y prolongado estadio anterior a la venidera hegemonía algorítmica al final de todos los tiempos?
¿Acabará ese día el algorismo devorando, como el Saturno de Goya, a sus hijos? No lo
descartemos, para eso existen los llamados "algoritmos voraces", que eligen la
mejor opción en cada paso para alcanzar la solución global a un problema. Según
su propia definición, se utilizan sobre todo para "optimizar". Muy
tranquilizador.
En este
atormentado enjambre, una neblinosa mañana de angustia probé a preguntar a Google
por "el sentido de la vida". El enteradillo global intentó ganar tiempo
sugiriéndome "el sentido de la vida online". Siguiendo sus indicaciones, me
desplacé hasta YouTube con el señuelo de una película homónima de los Monty
Python. Topé sin embargo con varios tutoriales donde reflexiones edulcoradas con gaseosa
venían precedidas de anuncios sin gracia.
Cuando las
realidades desagradables se camuflan bajo vocablos vacíos, blandos o tramposos
es preciso destilar otros en el palambique.
Desnudarlos de adherencias hasta llegar
al ‘conceto’, que diría el gran filósofo popular Manquiña. De modo que en este ficcionario inventaremos palabras y explicaremos otras. Gratis. Ni Google da tanto.
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