martes, 2 de agosto de 2016

Ficcionario: Clickealista

El 22 de septiembre de 2011, a última hora de la mañana, el Congreso votó de forma sucesiva ocho enmiendas del Senado a proyectos de ley sobre materias tan diversas como las explotaciones agrícolas y el Museo Reina Sofía, y convalidó luego dos decretos sobre el Impuesto de Patrimonio y el empleo en las Fuerzas Armadas. Apenas hubo abstenciones. O nuestros parlamentarios se han transformado, estimulados por un ambiente hostil, en humanistas de infinita erudición o bien encarnan un dechado de disciplina a la hora de apretar el botón que indican, mano en alto, a la manera de la NBA, sus portavoces.

Con el advenimiento digital, el clickealismo ha dejado de ser patrimonio del índice vertiginoso de nuestros dedócratas electos. En el mismo lapso apresurado en que se desarrolló aquella incontenible cadena de votaciones, un internauta podría hoy, cinco años después, respaldar un centenar de causas, algunas incluso deseables. Podría llegar a apoyar miles, millones, todas; aunque fueran incompatibles entre ellas. Porque respaldar una petición en Internet no implica postergar otras y además es baratwo. Su coste se limita al desgaste de nuestros bienintencionados ratones. Y eso no es maltrato animal, al menos hasta que a alguien se le ocurra proponerlo y salga adelante. Cuestión de tiempo.    


Si las firmas de una Iniciativa Legislativa Popular van a parar al registro del Congreso, que a veces es el morir  manriqueño, ¿adónde se dirige el caudal de amor y solidaridad, la rebeldía con causa, el hálito justiciero que inunda los foros virtuales? El manantial nace en las cumbres de la indignación, serpentea por grupos de Whatsapp, empapa los muros y acaba vertiéndose al océano de las redes sociales . Cuando las altas temperaturas, el aburrimiento o la falta de expectativas cargan el ambiente, ese flujo se condensa hasta desatar una tormenta en forma de trending topic que a su vez realimenta la indignación original.    

Se cierra así el ciclo de la autopersuasión, capaz de concienciarnos sobre una causa hasta el punto de provocar que le demos un pasional "me gusta", firmemente  decididos a no hacer nada más por ella. Siempre existen excepciones, como noticias hay de algún modélico activista que con justificada indignación se lanzó a asaltar los suelos, donde en realidad comienzan las revoluciones.  No llegó sin embargo a movilizar a quienes calculan si “like”  o “share”, dudan entre un retuit mecánico y una conga colorista de emoticonos, toman postura ante el penúltimo dilema ético de la contemporaneidad. ¿Cambiar el mundo? ¿O mejor cumbiar el mando?  

Esta proliferación de pasionales clickealistas abre un prometedor ámbito de investigación a la neurociencia. ¿Sensibiliza o insensibiliza haber apoyado en una semana más de una decena de causas? ¿Cuántas personas hacen falta para convertir una causa en justa? ¿Y una guerra? ¿Qué relación hay entre el amor y el algorismo?


Camuflado entre una jungla de enlaces y lazos socializadores, la pasada noche un community manager insomne divisó una conversación de náufragos cuasi analógicos. Llegó a observar sobresaltado que alguno se despedía hasta el día siguiente para abrir un libro,  temió que se hubiera quedado sin batería.  

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